Homofobia líquida
La homofobia se cuela en lo cotidiano mientras la gente que rodea fingen que ya no existe.
La homofobia tiene ciertas fases, y unas son más claras que otras, pero parece que en esta sociedad, en pleno 2025, si no te dan una paliza en la calle y llegas sangrando (o cosas peores), todo lo demás no es homofobia. Y esta, en realidad, es la última fase de la misma: la de la agresión física.
Antes de llegar a eso, la homofobia se cuela por las pequeñas grietas que tú solo ves: tener reparo a confirmar en el trabajo que tu pareja es un hombre, tener reparo a cogerte de la mano según qué horas y qué zonas de la ciudad, que cuando te cases haya reparo a decírselo a ciertos familiares, tener que aguantar chistes homófobos durante años tipo “por detrás ni el pelo de una gamba”, o tener que escuchar de gente que te quiere frases como “hay demasiados gays en la TV” o “este canal está lleno de putas y maricones”.
Y sí, es gente que te quiere, y de la que no tienes ningún tipo de duda de ello, pero por no haber estado nunca en tu posición, no son capaces de entender las consecuencias de dichas palabras, mucho menos entenderlas como homofobia. Pero lo más curioso es que tampoco quieren escuchar tu historia. No quieren preguntar. Algunos porque la verdad puede ser dolorosa para ellos y tienen miedo a las respuestas, y otros porque, en el fondo, no les importa.
Cuando creces rodeado de dichas situaciones y empiezas a alzar la voz, te encuentras de bruces con la siguiente fase de la homofobia: la invisibilización de sentimientos. Todo gay que cuente lo que le ha pasado en la vida ya pasa automáticamente a ser una persona que se victimiza. Porque claro, ya os podéis casar, ya tenéis los mismos derechos, ¿por qué os quejáis? Todo por tal de no asumir que tienen un problema emocional no tratado, normalmente falta de autoestima, no saber lidiar con sus propios problemas o entender esta sociedad como que el que cuenta sus emociones es alguien débil. Siempre es mucho más fácil decirles a los demás que no se quejen que enfrentarte a tus propias mierdas emocionales. Algo ciertamente cobarde.
Pero esa negación constante de tus vivencias es como un goteo constante a lo largo de tu vida, que lo que consigue es que tú mismo caigas en la trampa y empieces a invisibilizar tus propios sentimientos sin darle ninguna importancia. Con los años, y la terapia, descubres que lo que han conseguido es que normalices todo lo que te ha ido pasando, que no le hayas dado ninguna importancia y que hayas seguido adelante, no dándote tiempo a sanar, solo a acumular.
Y claro, llega un día que, por acumulación, terapia o simplemente experiencia, ves un poco de luz y haces lista. Comienzas a acordarte de cuando, andando por la calle, un grupo de chavales os preguntó “¿qué sois, maricones o qué?”, y al uno responder “sí, ¿qué pasa?”, se vinieran directamente a lanzarnos un puñetazo. O cuando, con 20 años, antes de salir a la calle recibías frases del tipo “no te vayas ni con putas ni con hombres”, o cuando justificaban que te echaran de casa si fueras gay. O cuando saliste del armario y la primera frase que recibiste fue “pues tienes que tener cuidado con el VIH”. O te justificaron que te echaran de casa por ser gay.
Todas esas y mil situaciones más, las has normalizado tanto que ni en su momento ni ahora te afectan, pero cuando echas la vista atrás piensas que, si fueras otro tipo de persona, esas situaciones te hubieran hecho mella y habrían acabado con tu autoestima. De hecho, lo tienes tan interiorizado que crees que no te ha afectado en nada, pero cuando has ido a terapia, una de las cosas que has tratado es la autoexigencia, el no dejarte sentir, el siempre estar estoico, que nunca se notara nada de lo que te pasaba. Has automatizado todo eso y hecho un *masking* de la hostia.
La tercera fase, y la más líquida y sibilina de todas, es el día que empiezas a poner ciertos límites, y claro, eso ya no gusta. No gusta que pongas límites, que pidas respeto y que plantes cara a toda esa homofobia interiorizada. Ese día, tú eres el malo, eres el enemigo. Se sienten atacados porque “ellos también lo han pasado mal y no se quejan”. Es decir, te culpan de su falta de inteligencia emocional.
Y tú, como estás curtido ya en mil batallas, que casualmente siempre son las mismas, ya todo te resbala e intentas hablar desde la educación, el sosiego y otros miles de puntos curtidos en inteligencia emocional y meses de terapia, mientras la otra persona se siente con la libertad de faltarte al respeto o sentirse atacada sin ni siquiera querer escuchar. Aun así, ignoras la falta de respeto, la condescendencia y entras en modo pedagógico.
Pero te hacen trampas y siempre tienes las de perder: no son sinceros, porque disfrazan su homofobia interiorizada de buenas intenciones, de echar balones fuera o quitándote a ti de la ecuación: “tú no cuentas, porque tú eres normal”. Señor mío, pollas comemos todos. ¿Si yo hubiera tenido pluma ya no merecería tu respeto? ¿Ya no sería normal? ¿Tengo yo que justificarme para entrar en tu normalidad? Y lo *quid* de todo: ¿por qué tengo que entrar yo en tu sentido de la normalidad? Ni siquiera son conscientes de las barbaridades que dicen.
Ten el valor de decir a la cara lo que piensas de verdad y acepta las consecuencias de tus pensamientos. Así yo estaré en la libertad de mandarte a la mierda, no hacer nada o retirarte la palabra si decido que gente como tú no quiero que esté a mi lado. Porque claro, me quieres y no quieres perder esa relación, pero no quieres enfrentarte a las consecuencias de tus actos. Y ahí es donde está la trampa, porque si te mando a la mierda, volvemos al punto de la víctima: el exagerado y la víctima. El círculo vicioso interminable que solo persigue una cosa: invisibilizarte en todos los sentidos posibles. Existe, pero no me cuentes tus mierdas, que yo tengo las mías y no soy capaz de lidiar con ellas.
El problema es que toda esta homofobia es invisible y orgánica. Es líquida, se te escapa de las manos si intentas explicárselo a otra persona. Esa persona no ha vivido ese día a día, esa lucha. Una lucha que incluso tú estás entendiendo hasta qué punto te ha afectado. Esa compleja gota que va llenando el vaso, poco a poco, lentamente, con el paso de los años. Esas pequeñas luchas que tú mismo has normalizado y que ya hace años que no duelen.
Pero es cierto que hay momentos de reflexión donde echas la vista atrás y revisas todo lo que te ha ocurrido, tanto bueno como malo, y te das cuenta de que has estado rodeado de ignorantes emocionales dando lecciones de inteligencia emocional. Y que, lejos de convertirte en una víctima, lo que han conseguido es transformarte en un guerrero con armadura de adamantium al que ya le da igual lo que le echen y que ahora sí, tiene la libertad de elegir las batallas con las que quiere lidiar. Suerte para mí que su cobardía ha sido tu lección de vida.